domingo, 14 de junio de 2009

Cantar de poetas! Una provocación...Artemisa, Belmemoire, Sur, y Taller La Marmita, invitan a una perfomance poética. 24 /11/2005.

Jon Echanove (lee a Juan Gelman), Lisette Maillet (lee a Gabriela Mistral), Gustavo Gómez (lee a José Martí) y Ana Fernández ( lee a Gioconda Belli))



En la animación musical: Patricio Anabalón y César Guzmán.

Decorado de la sala: Mario Rojas Esquivel.

Más actividades creativas de las "marmitas"



Cecilia Coll, también se expresa como pintora!

Aún un cuento finalista del concurso de la Casa Latinoamericana, 2006

EL ALFILER


Hace mucho tiempo pasé una temporada en el sur de Lima, en una pequeña población, llamada Lagunas, en medio de las dunas. Había recibido este nombre por los numerosos oasis que existen en esa región.
El bullicio, el tráfico caótico, el cansancio provocado por la humedad del invierno limeño, me llevaron a pensar que lo mejor sería vivir en el calor del desierto y en el calor humano, que ofrecen esas pequeñas poblaciones, donde cada quien, conoce a todos y el anonimato es casi imposible. Así lo hice. Me instalé en una antigua casa señorial situada frente a la laguna mayor. Los dueños habían poseído cientos de héctareas de naranjales y platanales, pero con el correr del tiempo, habían caído en la miseria. Lo único que les había quedado era la casona de rica arquitectura, aunque un poco corroída por el tiempo y la escasez de dinero.
Éramos pocos huéspedes. Aparte de mí, había unas cuatro personas más; quienes casi nunca estaban, ya que salían muy temprano y se pasaban todo el día tratando de encontrar algún vestigio de civilizaciones pasadas. Esto me convenía bien, tenía la casona prácticamente para mí sola. Allí, desde la terraza, disfrutaba la tranquilidad de la laguna y la lectura de los tres primeros tomos de La Historia General del Perú; que había recibido de mis padres junto a un antiguo alfiler de plata, que mis tatarabuelos habían encontrado en una tumba preincaica, cuando se había construído la casa en Lima. Por temor a una expropiación, no dieron jamás parte del hallazgo a las autoridades. Así fue como la tumba quedó casi intacta, enterrada en algún lugar del jardín. Los tatarabuelos no osaron despojar a la “bella durmiente” de sus pertenencias; pero la tentación fue grande. Lo único que sacaron fue el alfiler, que ajustaba el manto que envolvía a la momia y lo reemplazaron, cuidadosamente, por otro parecido; para no molestarla, dijeron.
En Lagunas sentí que en mi vida comenzaba una nueva etapa, mucho más cercana a la naturaleza, a la sobriedad de las dunas y a la magía de las antiguas culturas que habían existido en esa región. Allá el árido suelo del desierto está marcado por líneas interminables, trazos que guardan un ente sellado allí, en la tierra, presente en el aire, entre los cerros que las circundan, inalcanzable al ojo humano, porque es mucho más que un vestigio grabado en la piedra. Como pacto con “Mama Pacha”, saqué al alfiler de su encierro y lo coloqué muy cerca de mi corazón. Lo acaricié un poco, luego incrusté su cuerpo en mi manto.
El alfiler era en realidad una pieza simple. Tenía por cabeza la figurilla de un mono de colmillos pronunciados. Pero había algo especial en él, creo que eran sus ojos, con ellos el animal cobraba vida. Uno de esos fenómenos de perspectiva que el escultor había realizado a la perfección.
El paisaje relajaba mi, hasta entonces, maltratado ser. La dueña de la casona me llenaba de atenciones. En las mañanas salía a pasear. A veces cerraba los ojos y el perfume de los naranjales y de los plátanos se hacía más intenso. Luego, después de un largo trecho, llegaba al pueblo, donde me deleitaba con la simpleza casi ingenua de la gente. “Caserita cómpreme esto”, “flaquita, flaquita”, con movimientos apresurados de las manos tratando de atraerme a sus puestos. “Cómpreme esto, cómpreme esto!”. “Venga, venga yo tengo todo”, pero finalmente, no tenían casi nada. Me contaban historias y me hacían preguntas con una libertad increíble, que hubiera espantado a cualquiera. Lo extraño es que nunca se interesaron por el alfiler. Al comienzo no le di importancia, pero con el correr de los días, tal indiferencia comenzo a turbarme. Cada vez que esto sucedía, mis dedos se dirigían automáticamente al alfiler, por nerviosismo o compensación, no sabría decir. Ellos acariciaban, casi escudriñaban cada parte del pequeño animal. Entonces esperaba que alguien siguiera el movimento de mis manos y notara su presencia, pero la indiferencia era aún más grande. Misteriosamente,en esos momentos algo se caía al piso, o se escuchaba un grito, o la bocina de un carro sonaba; algo que apartaba la atención de la persona con quién estaba platicando. Entonces el alfiler se incaba en mi mano como un niño pequeño, que abraza desesperadamente a su madre en busca de consuelo. Comprensiva, aceptaba su pequeño cuerpo, aferrándose, hiriendo mi mano; en el fondo, yo estaba orgullosa de tanta afección.
En el transcurso de los días, sin embergo, esos incidentes llegaron a irritarme a tal grado, que decidí acortar mi estadía y regresar a Lima. Lo que comenzó siendo una estadía agradable se convirtió en una sensación inexplicable de amenaza. Di un paseo por el pueblo en señal de despedida y con el espíritu entristecido emprendí el camino de regreso a la casona, el trayecto era largo. A lo lejos las dunas serpenteaban, el enardecido juego de luz y sombra teñía la arena. Allí en ese trecho, entre el juego de las arenas y los naranjales, se extendía la llanura seca y polvorienta, llena de pedruscos. De vez en cuando se veían grupos de piedras blancas señalando animales de formas geométricas. Era tarde. Mi imagen se movía lenta. La noche amenazaba con caer. Apresuré mis pasos, pero la arena y la maleza atrapaban mis pies. La noche, a mis espaldas, parecía haber tomado cuerpo de mujer, una forma sonriente, que extendía su gran manto rojo sobre mí. Sentí miedo. Llevé rápidamente las manos al alfiler y éstas, entumecidas, lo apretaron tan fuerte que se incrustó en una de ellas. Ahora soy yo quien te busca -pensé. En fin, él me tenía a mí y yo a él. Mientras caminaba, un hilo de sangre marcaba el camino. Me había convertido en una espeluznante versión de Hansel y Gretel.
Cuando llegué a la casona encontré un alboroto total. La dueña de la casa corría, nerviosamente, en todas direcciones, llevando cada vez paños, toallas, alcohol. Había manchas de sangre en el piso. Dos de los turistas trataban inútilmente de contactar a algún doctor. Un accidente, me explicó nerviosamente un huésped. Uno de los jovenes, habría sido atacado por un animal salvaje, allá detrás de las dunas, en una de esas cuevas. Había sido mordido en la cabeza, de tal forma, que hasta se le había separado el cuero cabelludo del cráneo.
-No es posible -exclamó la dueña-. Los únicos animales salvajes que hay aquí son los de las líneas de Nazca -trató de sonreir, pero el ángulo de su boca no alcanzó a moverse.
–Pero, a usted, a usted qué le ha pasado!? -exclamó algo asustada.
Tuve que verme en un espejo para comprender. Mis manos estaban envueltas en sangre igual que mi cara. De inmediato busqué el alfiler pero él ya no estaba en mi manto. Volví corriendo sobre mis pasos y lo encontré entre los naranjales, sumergido hasta la mitad en un charquito de sangre. Cuando lo tomé en las manos, la figurilla me sonrió, sus ojos brillaban con la malicia del que ha pecado.

ELVA LUCAR ARIAS (peruana)

finalista