lunes, 20 de abril de 2009

Cuarto premio del concurso de cuentos cortos de la Casa Latinoamericana año 2006

BRUSELAS



El domingo 24 de junio, día de San Juan, en el calor bochornoso de mediodía, un eclipse total de sol sumergió al pueblo de “Las Bruces”’ en un pánico profundo. El fenómeno duró siete minutos y treinta segundos; fue de tal dimensión, que las vacas, caballos y perros se echaron a dormir, los papagayos cesaron su cotorreo, las lechuzas iniciaron un improvisado recital y los murciélagos comenzaron a volar atolondrados; creían que había anochecido.
En la plaza, se disputaba el clásico partido de fútbol, en el cual se enfrentaban los únicos dos equipos de la población, Río Abajo Fútbol Club y Club Deportivo Río Arriba. Los aficionados esperaban el final del encuentro cuando fueron sorprendidos por aquel fenómeno. Él árbitro, estupefacto, silbó los tres pitazos finales y en una prueba de devoción colectiva, guarda-líneas, entrenador, jugadores y público, se arrodillaron, entre plegarias y gritos, pidiendo perdón por sus pecados, así como por los deslices olvidados y las faltas postergadas.
El único que comprendió lo sucedido, fue el padre José, un cura andaluz, loco por el fútbol y la astronomía; conocido más por el apodo de visera, a causa de sus encanecidas y pobladas cejas. El cura intentaba, maravillado, en un tartamudeo inclemente, explicar el oscurecimiento del sol por la luna, pero nadie lo escuchaba. Al cabo de siete minutos los gallos del pueblo, comenzaron a cantar juzgando que había amanecido. Poco a poco, el orden se restableció.
Entre todo este desconcierto, nadie percibió la presencia de un hombre, tirado cerca de la plaza a la sombra de un árbol de mangos. Fue el monaguillo Andrés, un niño despierto y soñador, quien tropezó con él, entre los garrobos y las plantas de bijagua. Creyó que estaba muerto y corrió asustado con su miedo de diez años, hacia la cantina, donde se habían congregado los vecinos para comentar el eclipse.
-“Hay un muerto en la plaza” -chillaba el monaguillo seguido de una escolta de perros huérfanos.
Entre tanto en la cantina, el padre José, seguía intentando explicar, que los eclipses son fenómenos naturales y suceden cuando la luna se atraviesa entre la trayectoria del sol y la tierra. Detuvo su argumentación cuando lo vio venir, a través de una ventana y salió a su encuentro exclamando:
–¡Por la virgen del Roció! –persignándose y haciendo lo mismo al niño, le dijo: - ¡Cálmate nene! ¿Qué tonterías dices?
El monaguillo explicó acaloradamente que había ido a coger mangos en el palo de la esquina y vio al hombre tirado en la plaza. Ya para ese momento todo el pueblo rodeaba al padre y a su asistente. Lo escucharon atentamente y decidieron ir a ver quién era.
Rápidamente se organizó una comitiva, dirigida por el alcalde, éste explicaba que si había un muerto, cosa que no acontecía desde hacia bastante tiempo, era él el responsable de velar por su seguridad. Se hizo acompañar por un guardia civil, colorado y enflaquecido, a causa de sus bebederas de guaro* y sus amores ocultos. Llevaba su arma de reglamento que era un chilillo hecho de bejucos y ramitas delgadas. Se sumaron, también al cortejo, el cantinero que era igualmente el pulpero, ferretero, peluquero, boticario y entrenador de los dos equipos de fútbol del pueblo. El maestro de la escuela cerraba la marcha, seguido de los veintidós futbolistas con sus mujeres y niños. Se aproximaron al hombre que estaba cubierto con una lona blanca de ribetes amarillos, rojos y negros, y un rótulo en letras grandes; en el medio, decía: “Voyages-reizen”.
El alcalde tomó las disposiciones del caso y ordenó al guardia:
–Bueno, capitán, veamos si se mueve. –El guardia se armó de valor, se aproximó nervioso, lo tanteó una vez con el chilillo, pero el hombre no se movió.
–Señor alcalde, este hombre está tieso –dijo, secándose el sudor del cuello con un pañuelo de colores. El alcalde respondió:
–No sea pendejo, mi secre, muévalo con las dos manos.
–Ah no, eso sí que no, su señoría –replicó el secretario moviendo la cabeza en un gesto de negación. –Todo lo que uste’ mande, pero yo no le meto mano a un muerto. Pa’ los años que me quedan, no vaya a ser que se pegue esa sarna. –Y dando dos pasos atrás, agregó: –Si usted, quiere, hágalo usted mismo.
El alcalde, indignado por el desplante, ocultó su temor y se aproximó. Sintió que todo el pueblo retrocedía al mismo tiempo que él avanzaba y cuando estuvo frente al hombre, se escuchó una resonancia de gases, acompañada de una hediondez espantosa, que hizo que el alcalde cayera sentado en el suelo de la plaza, al mismo tiempo que exclamaba:
–¡Ese hombre no está muerto, está cagado!
El olor pestilencial fue tal, que el honorable alcalde creyó que iba a morir, se levantó y comenzó a correr a través de la cancha moviendo las manos, como si fuera un pájaro herido.
Los habitantes se desataron en un carnaval de carcajadas y soportaron la flatulencia, mientras miraban como el alcalde corría desesperado.
Las conjeturas, de cómo ese hombre había llegado allí, no se hicieron esperar. Unos señalaban “es un enviado de Dios”, otros opinaban, “un olor así, solo en el infierno se puede concebir”. Algunos vaticinaron que el eclipse era el principio de otras calamidades.
Finalmente, decidieron esperar, a que el recién llegado despertara.
Se decidió poner dos vigilantes para cuidar al hombre, la responsabilidad cayó en los arqueros de los equipos de fútbol y se autorizó al monaguillo, Andrés, a acompañarlos en su custodia. Los pregoneros de empanaditas de piña y papas y plátanos tostados, no se hicieron esperar. Además, el alcalde ordenó, dos barriles de chicha y tamales de cerdo para cuando el hombre despertara.
Cuando iban a ser las cinco y treinta y el sol estaba por acostarse, el hombre despertó.
El personaje, nublado aún por el letargo y el cansancio, se restregó la cara, miró de un lado al otro, y con una leve voz se dirigió al monaguillo y le dijo:
–Salut.
–Salud. –respondió el monaguillo.
–Tengo sed -dijo el forastero, repitiendo una frase bíblica.
Trajeron un vaso grande de chicha, el hombre lo bebió de un sorbo. Se puso de pie y pregunto:
–¿Dónde estoy?
–En la plaza –dijo el monaguillo.
–¿En la plaza de dónde?
–En la plaza del pueblo.
–¿El pueblo de Bruselas? –inquirió el hombre.
–¡No! El de Las Bruces –respondió el monaguillo. El Hombre sé volvió a sentar, se tomó la cabeza con las manos y reflexionó algo. Entonces el padre José intervino y le preguntó:
–¿Qué busca, en este pueblo olvidado de Dios?
El hombre contó, que se llamaba Jean Petit, era antropólogo, que había llegado ese mismo día después de una gran caminada y que no sabía cuánto tiempo, ni por dónde anduvo. Lo último que recordaba, agregó, era haber llegado a una plaza, donde se jugaba un partido de fútbol, cuando anochecía. Dijo que fue cuando su cuerpo no pudo más, que se tiró en el primer lugar que encontró para descansar. Andaba buscando, explicó, una de las primeras ciudades fundadas por los españoles llamada Bruselas. El padre le respondió:
–Pues hijo, usted anda más perdido que el chiquito de la llorona. -agregando- Lo mejor para usted, es descansar y comer; mañana veremos que podemos hacer.
Al alcalde, le repugnaba el hombre, aunque sentía una cierta simpatía, por ese tipo ruinoso, de pelo fino, casi blanco, con una barbilla quijotesca, pómulos pronunciados, ojos azules y piel blanca, vestido con un gastado chaleco de cuero, camisa amarilla, pantalones de tela azul y unas bototas negras de caucho. Sin embargo el resto del pueblo, estaba encantado con el forastero. Esa rareza de decir “salut” y “bon apetit”, sus historias de castillos y caballeros, de canales donde la gente vivía en barcazas y aquello de que habían tenido que secar ríos y mares para poder construir sus chozas. Un país plano como la plaza de fútbol, donde no existían las montañas ni los volcanes; les parecía un cuento. También, les atraía su manía de hacer bicicletas con lo que encontraba. Lo que más asombró al pequeño Andrés, fue cuando el hombre explicó que en su país se hablaba con dos lenguas, el niño intentó visualizar un ser humano con dos lenguas y no pudo, entonces el padre José, le aclaró que no eran dos lenguas en el estricto sentido de la palabra, sino dos idiomas el francés y el flamenco.
Después de haber comido, hospedaron a Jean en una pequeña habitación al lado de la iglesia y en la tranquilidad de la noche, el padre le preguntó:
–Decidme Jean, por qué buscas, una ciudad sin importancia. –Jean, respondió:
-Casualmente por eso, lo importante, no es lo que buscas, sino porque lo buscas.
¿Y tú lo sabes? –Jean lo miró a los ojos y contestó:
-Porque estoy cansado, de encontrar huesos quebrantados a punta de mazos y hachas, cráneos traspasados por flechas y balas de batallas repetidas. Las guerras, son la misma mierda, con distinto estandarte –el hombre lloraba y blasfemaba, repitiendo, sin cesar la misma frase:
–Nos estamos cagando, en la pelotita azul y a nadie le importa, -y finalizó diciendo– tal vez, si esa ciudad existió, realmente, desearía no encontrar nada de eso –y apuntó, - cosa que dudo.
El padre quiso responder, pero no pudo, se limito a decir:
– Buenas noches Jean, tú eres un buen hombre -y se fue a dormir, con la imagen de la mirada más triste que había visto en su vida.
Al despertar, el padre se sintió comprometido con Jean, dio las gracias al antropólogo por su confianza, luego reflexionó y le dijo:
–Voy a preguntar a los más viejos del pueblo, ellos deben saber algo de tu historia.
Así lo hizo, después de varias indagaciones, fue a la casa de doña Zoila, una viejita con cara de reina y un humor de quinceañera; de la cual nadie podía dar fecha exacta de su nacimiento. Algunos comentaban, en tono burla, que fue ella quien recibió los españoles cuando éstos llegaron.
Doña Zoila, le reveló, que podía ser cierto el dato del extranjero, entre tantas historias escuchadas, no veía porque no iba a ser serlo. Lo mejor era que se fueran monte adentro, allá donde vivían los Indios de Nicoya*, tal vez ellos, sí pudiesen ayudarlos.
El antropólogo se entusiasmó con la idea y solicitó la autorización al alcalde. Éste, después de ciertas cavilaciones, dio el visto bueno. Se formó un equipo de cuatro personas: él antropólogo, dos baquianos de los mejores del pueblo y el sacerdote. En un comienzo fue una idea de locos, pero rápidamente se convirtió en una empresa de suma importancia. El pueblo entero participó en la preparación del viaje, así al cabo de unas horas, la expedición partió; entre los vítores, y los gritos de jubilo del pueblo.
Al cabo del sexto día llegaron, donde los indios llamados Chorotegas*, éstos narraron que, entre sus leyendas, circulaba la historia, no de una ciudad, sino de una villa que se llamó Bruselas; que fue construida dos veces por los españoles, siendo destruida igual de veces por los mismos españoles. La villa –explicó- ocupó un punto en la costa oriental del golfo de Nicoya al norte de Puntarenas y es lo que hoy se llama el pueblo de Las Bruces y que, por un error de escritura, terminó siendo Las Bruces por Bruselas.



MARIO ROJAS ESQUIVEL
(Costarricense)
4to PREMIO

sábado, 18 de abril de 2009

Actividades creativas de "marmitas y marmitos"

Lisette prepara una nueva etapa de su vida. Suerte amiga!



"El espejito", mosaico realizado por Lisette Maillet




lunes, 6 de abril de 2009

Carlos Fuentes!

Dedicatoria de Carlos Fuentes para Ana y el Taller.

Compramos el libro, pero en francés, la edición en español estaba agotada!



A la salida, Marcela y yo encontramos a la "marmita" Graciela, que se nos perdió en el gentío!



Foto del grupo, satisfecho con el encuentro.



Carlos Fuentes nos firma una dedicatoria!


Converso con Carlos Fuentes de su obra.


Presento a Carlos Fuentes el grupo "La Marmita". El escritor les dirige palabras de aliento y los felicita por la iniciativa de concurrir al taller.


Sylvia Reyes que hace de anfitriona, me presenta a Carlos Fuentes!



En la sala del Palais de Beau-Arts, escuchamos la conferencia del escritor mexicano Carlos Fuentes.



Un grupo de integrantes del taller "La Marmita" va al encuentro del escritor. De izq. a der: Norma, Sylvia, Marcela, Hilde, Ana, Nora y Joël.
Agradecemos al poeta Pierre Ergo que tomó las fotos. 29 de marzo del 2009 en Bruselas.






Un texto del taller del 29 de marzo

Lee el siguiente fragmento de “Ella cantaba boleros”, de Cabrera Infante,
e imagina y escribe un momento de la vida esta mujer.

Y sin música, quiero decir sin orquesta, sin acompañante, comenzó a cantar una canción desconocida, nueva, que salía de su pecho, de sus dos enormes tetas, de su barriga de barril, de aquel cuerpo monstruoso, y apenas me dejó acordarme del cuento de la ballena que cantó en la ópera, porque ponía algo más que el falso, azucarado, sentimental fingido sentimiento de la canción, nada de la bobería amelcochada, del sentimiento comercialmente fabricado del feeling, sino verdadero sentimiento y su voz salía suave, pastosa, líquida, con aceite ahora, una voz coloidal que fluía de todo su cuerpo como el plasma de su voz y de pronto me estremecí.

...Conmovido me acerqué balanceándome al ritmo de sus palabras, palabras que vibraban, estremeciendo mi cuerpo. La agarré por la cintura, como un borracho se amarra a una farola. Quise acaparar eternamente su cintura, su colosal cintura, ¡hegemónica cintura! y dejé deslizarse mi masa entres sus carnes, apetitosas carnes, suculentas, carnes, carnes como o mejores que las de la Pampa. Ella, imperturbable seguía cantando sin reacción alguna a mi aledaña presencia.
La Estrella. ! Mujer! La Estrella brillaba en aquel cielo oscuro y sin estrellas, simulacro de un espacio infinito con horizonte cercano. Pero había una luna titilante de plástico y de cristal que giraba encima de nuestras cabezas. Así, entrelazados, se fueron los últimos supervivientes de la noche que como vampiros subsidiarios se enterraban satisfechos en ataúdes con gasolina.
Sin soltar un ápice sus caderas, cautivos del silencio-o dígase-mutismo subimos a la habitación desordenada, rosa, femenina con olor a pachuli y allí entre las sábanas baratas, cutres, de cualquier pensión a putas, me perdí, y desemboqué en su cuerpo. Deriva anhelada de cualquier naufrago.

Almudena Martín.