lunes, 30 de marzo de 2009

Taller del 29.03.09

En la primera parte del taller, Cristina comenta la novela de Juan Marsé "Canciones de amor en Lolita's Club". Se entabla un debate. Nos conectamos con los integrantes del taller que participan desde Madrid.



Norma, Almudena (una nueva "marmita"), Cristina, Hilde (otra "marmita", recién integrada) y Pepe.

Un momento del debate.

Escuchando los argumentos de las chicas de Madrid.


Una foto de la video conferencia, en pantalla: Mariana y Naima.



Mariana y Naima.



El grupo compartiendo el almuerzo!


La conversación es animada!


Coco nos ha preparado un buen café!




En la segunda parte del taller, discutimos un texto de Borges y luego entramos en la prosa de Guillermo Cabrera Infante: analizamos su estilo.



La consigna es: escribir un relato en los parajes de Cabrera Infante.



El grupo trabaja con entusiasmo!



Tres cuentos finalistas del concurso de la Casa Latinoamericana 2006

LA INMORTAL



La mujer de la sonrisa etrusca se despereza, se vuelve y observa el rostro satisfecho y burlón de su marido, perennizado por el escultor con humor y con destreza.

Se endereza, baja las piernas del lecho de mármol y de un salto, ágil para sus dos mil años, desciende del pedestal, cae sobre los delicados mosaicos dorados y recorre descalza su templo, hoy subterráneo.

Como en cada despertar se estremece al recordar los alaridos de su pueblo que no logró escapar de la fangosa lengua calcinadora.

Desde su templo, en la cima de la colina, recostada en su codo izquierdo, vio nuevamente a Pompeya asfixiarse con azufre, sumergirse bajo las pastosas olas de fuego y barro, vio la lluvia de cenizas ennegrecer las estrellas y oyó el ronco siseo de la lava entrando al mar.

Sabe con certeza que nadie se salvó. Murieron con entereza las fervorosas sacerdotisas a quienes habría investido de inmortalidad en el solsticio.

Contempla la cuantiosa riqueza que la rodea y bosteza. Está sola, se siente sola, se sabe sola.

El arqueólogo la mira con admiración y con su cincel, rompe su soledad para siempre.


MARÍA YOLANDA SALA BÁEZ (peruana)


ULTIMA VISITA



El sábado, Ismael y Genaro, llegaron con el coche funerario; era tarde, el pueblo estaba recogido. Se dirigieron a la casa parroquial. Venían a cumplir la última voluntad de su padre: ser enterrado en su pueblo natal. Al otro día sería el funeral, a eso de las doce, después del mercado.

El domingo los marchantes se levantaron muy temprano y el pueblo se reunió como de costumbre en la plaza. Todos comentaban la llegada de Don Avelino: hacía más de medio siglo que no había regresado a visitar a sus compadres caqueceños. Se afirmaba que esa noche había estado en el granero con Zenaida y Zoila, sus primas, que después había ido a casa de Don Indalecio, su compadre de juventud, y hasta había brindado con guarapo en la fiesta de la boda de Berta, la hija de su cuñada. Se murmuraba también que en la madrugada le habían visto desayunar con caldo de papas en uno de los toldos de la plaza, mientras, contemplaba los campesinos que bajaban de la loma con sus mulas cargadas de maíz y albahaca, como recordando aquella época de su vida.

Era medio día, las campanas dominicales anunciaba la misa de difuntos y los feligreses se acercaban a la iglesia. En la cinta morada del carro funerario se leía: Avelino Céspedes Quevedo. Los hijos habían cumplido su última voluntad.


MARTHA ROZO HERNÁNDEZ (colombiana)
SUIPACHA 211



Nuestro programa de viaje se vio alterado por la poca oferta y gran demanda de pasajes. El “buque-bus” que nos llevaría a la República Oriental estaba completo el día y la hora calculada, y la partida se retrasó dos días. Cuarenta y ocho horas en las que teníamos que adelantar algunas actividades y posponer otras. Lo primero que debíamos asegurar era la prolongación de nuestra estadía en el hotel, en el que nos sentíamos tan a gusto.

Al llegar a nuestra habitación nos sorprendió el parpadeo de aquel botoncito rojo al lado superior derecho del teléfono. Nos miramos desconcertados a la vez que nos dirigíamos, en la oscuridad, sin reparar que la luz de la habitación todavía estaba apagada y dándonos empellones al borde de la cama llegamos al teléfono, como hipnotizados a descubrir el mensaje. Intercambiamos miradas y fui yo quien primero llegó a presionar el botón, apagando automáticamente su color carmín.

-Hola, soy Sarita, estoy en La Cumbre. Llámame al 211 – 30 – 211.

Nos preguntamos perplejos, cómo sabía que estábamos allí. Era muy tarde para comunicarnos con ella.

-Ya estará descansando, nos dijimos.

Al día siguiente a la hora oportuna, marqué el número y después de una larga espera, escuché su voz que me fue difícil reconocer por el paso del tiempo.

-Mi hermana murió y hace ocho meses me trajeron aquí. Nuestro piso, el de Suipacha 211, N°17 H está alquilado. ¿Recuerdas cuando hace ya más de veinte años nos juntamos allí? -inquirió Sarita.

La conversación continuó amigablemente pero con ciertos vacíos. Será su edad avanzada, me dije.

Al bajar a la recepción nos acordamos que debíamos permanecer todavía unos días más y solicitamos prolongar nuestra reserva.

-No es posible, nos dijeron. El hotel está a tope.

Recibimos la frase con tristeza y preocupación ya que nos complacía enormemente.

-Pero, los podemos alojar en otra propiedad nuestra en esta misma calle, e incluso a menor precio. -añadió el amable empleado. Asentimos, aliviados.

Con la ayuda del botones trasladamos nuestro equipaje un par de metros calle arriba y al llegar, vi a Pedro, el portero congelado en el tiempo, que nos abría la puerta invitándonos a entrar.

-¿Cómo ha estado? , me dijo. Hace unas semanas que no la veo, añadió.

Atónita y sin expresión alguna, me dirigí al ascensor y presioné el piso 17 del lado izquierdo, como si se tratara de un acto rutinario. Vamos, entra, le dije a mi marido.

Él tardó en abrir la puerta y una vez dentro, vimos la mesa; Sarita nos había dejado la cena servida, todavía humeaba.

LOURDES COSTA (peruana)

sábado, 21 de marzo de 2009

"Marmitos y Marmitas" participantes al concurso de cuentos cortos 2006 de la Casa Latinoamericana

Resultaron premiados y publicados seis integrantes del taller!

4° premio: Mario Rojas Esquivel

Finalistas: Martha Rozo Hernández, Yolanda Sala Báez, María Cecilia Coll, Elva Lúcar Arias, y Lourdes Costa.



Cuento publicado por ARTEMISA asbl

Comportamiento en velatorios

Los velorios en el Perú siguen normas sociales tajantes: los ricos no lloran. Los barbitúricos mantienen ecuánime a la atribulada viuda para no arriesgar sus costosas cirugías estéticas. Se mantiene erguida, como flotando en una nube de lejano pundonor. Los hijos se secan avergonzados alguna furtiva lágrima y procuran hablar de autos, de negocios, de notarios. Si es verano no transpiran, si es invierno no se les mueve un solo cabello. Visten impecablemente elegantes y hablan en decibeles bajos con el aterciopelado don de mando privativo de los barrios llenos de piscinas y vigilantes armados.
La viuda de clase media viste de negro. Digna y sosegada a punta de pastillas, contiene su agonía en público, mientras se encuentra rodeada de aquellos que asisten solamente por cumplir con sus deberes sociales. Cuando los visitantes protocolarios se van, después de haber tomado debida nota del valor de los arreglos florales, los familiares por fin se acercan al difunto, lo tocan, lo besan, le hablan, se despiden, rezan por él, le dicen todo lo bello que no se atrevieron a confesarle en vida, cuando lo habría apreciado. Le acomodan las heladas manos artificialmente, en actitud de oración, lo besan antes que los empleados de la funeraria sellen el ataúd y luego se desesperan con los detestables mosquitos que nadie sabe cómo logran infiltrarse en el féretro.
Los pobres en un velatorio lloran sin pudor alguno: a grito pelado; las mujeres lanzan quejidos dolorosos, se sacuden de pena, las lágrimas lavan sus desconsolados corazones, sus trajes negros brillan de tanto uso en innumerables velorios y sus medias negras, zurcidas con decoro, se sujetan con antiguas ligas en las corvas gruesas llenas de várices. El pésame va acompañado de un morboso canje de lágrimas mientras manos callosas acarician rostros desfigurados por el dolor y se enfrentan semblantes desencajados por la pena más pura. Son infaltables los desmayos y los gritos angustiados que preguntan ¿¡por qué!?

Llevaban pocos meses viviendo en Flandes cuando tuvieron que ir a un velorio y se preguntaban si las normas sociales en estos tristes eventos serían parecidas a las del Perú. Había fallecido el padrino de su marido belga y aunque la peruana y su hija sabían que el finado se llamaba Robert, del apellido sólo recordaban que exigía sonidos guturales e impronunciables.
El velatorio se celebraba silenciosamente en un fino local dedicado a este propósito y convenientemente situado frente a la iglesia. Preguntaron al empleado del edificio por el velatorio del señor Robert.
Nunca imaginaron que el nombre fuera tan común y las coincidencias tan formidables. Terminaba el otoño y los viejitos son sus víctimas obligadas. De los 8 velatorios que se celebraban ese día en ese edificio entre las 18:00 y las 20:00 horas (hora exacta), 5 eran de ancianos caballeros flamencos llamados Robert.
Agravaba esta situación el hecho de que la viuda que ellas conocían no se hallaría presente por órdenes del doctor. Sin embargo sabían que a Robert lo acompañarían su nuera y sus nietos a quienes ellas nunca habían visto.
La peruana y su hija, una adolescente típicamente latinoamericana, se armaron de valor y entraron a la primera sala. Compungidas y ceremoniosas, saludaron en inglés a los deudos belgas que las miraron extrañados. Se acercaron al féretro donde yacía un caballero calvo, narigón y azulado. Por encima del ataúd intercambiaron miradas sorprendidas; en español se dijeron: “No, éste no es”, y se retiraron lo más discreta y educadamente posible.
El empleado del local las condujo por el pasillo a otra sala donde dos viejitas muy solemnes se hallaban sentadas a ambos lados de una camilla donde reposaba un gordito incoloro parecido a Papa Noel. Tras expresar sus condolencias las peruanas sacudieron la cabeza apesadumbradas y dijeron: “No, éste tampoco es” y salieron suavemente, dejando severamente estupefactas a las ancianas flamencas.
Obstinadas continuaron con su recorrido y en cada caso estrecharon la mano de los desconocidos parientes, se acercaron cautelosas al cadáver del Robert de turno, afligidas admitieron “No, éste tampoco es” y se alejaron, sumiendo a los deudos en un mar de interrogantes:
 Pero ¿¡quiénes son estas mujeres!? ¿Qué relación puede haber habido entre nuestro Robert y estas latinas? ¿Y la jovencita? ¿Será fruto de una relación clandestina de nuestro difunto?

Ajenas al terremoto de sospechas que iban provocando con sus breves visitas, ellas prosiguieron tenaces su pesquisa hasta que dieron con el padrino Robert. Lamentablemente, como sus nietos tampoco las conocían, los dejaron igualmente perplejos y les sembraron la misma incertidumbre.

En cambio ellas se fueron a casa satisfechas de haber visto cómo eran los velatorios en Flandes y de haber cumplido correctamente con sus deberes sociales en su nuevo hogar.

Publicado en Bruselas por ARTEMISA asbl en el Homenaje a Julio Cortázar, Cronopio Mayor (1914-1984)

Yolanda Sala Báez
30 de marzo de 2004

jueves, 19 de marzo de 2009

Cuento extraído de la publicación de Artemisa de Homenaje a Cortázar

DETRAS DE UNA CAMISA

Osvaldo Ahumada-Espinosa

Me despertó un olor a café recién hecho y una puerta que se cerraba de golpe, luego oí una llave que daba dos vueltas. Me levanté tratando de reconocer donde estaba. Me encontraba en casa. Estaba seguro que había dormido sólo. ¿Quién había salido entonces? Me vestí con premura y fui a la sala, el desorden que dejé se encontraba ahí, varios tomos de la Británica estaban repartidos por el suelo y mis discos compactos de jazz tradicional se yacían apilados en la mesita enana, al lado de las botellas vacías de grapa. Pero todo orientado dentro de mi orden cerrado que tanta seguridad me da. No es un orden femenino y minucioso, sino un orden lógico y masculino. Los libros no están ordenados por colores o idiomas sino que por autores femeninos y masculinos.
Me sentía hambriento y cansado. Ayer, al darme cuenta que las alacenas de la cocina se hallaban vacías, había decidido ducharme rápidamente e ir a dar una vuelta por el supermercado para comprar algunas latas de comida y ver a Palmira, la cajera colombiana que me pone tan nervioso, cada vez que me aprieta la mano cuando me da el ticket de la compra.
Abrí el grifo y mientras el agua se calentaba, fui a la sala y puse un disco de Louis Armstrong, el gran Satchmo, el gran trompetista afro-americano con boca de cartera. El alegre sonido de “Tin Roof Blues” llenó todo el departamento mientras me jabonaba. De repente recordé que hacía algunos años había leído el artículo “A la búsqueda de la eterna juventud”, en un número de la revista París Match. El artículo decía que en los años 60 había existido entre los famosos de este mundo la moda de ir a inyectarse a Suiza un jugo de testículos machacados de macho cabrío recién nacido y que Satchmo, junto con el Papa Pio XII habían sido los pioneros en recibir el tratamiento en sus endurecidas venas, y que no contento con eso, el negro se practicaba con mano de cirujano militar unos lavados intestinales cada mañana, muy temprano, y que lo dejaban tirado un par de horas, alguien le había dicho que impidiendo que la comida se le pudriera en las visceras, la vida se le alargaría el doble. “Mi proposito es tocar la trompeta hasta los 120 años y luego jubilarme” había dicho Armstrong. Mientras mi cabeza se llenaba de dudas y de los acordes de “Cheese Cake”, me sequé con rapidez, casi sin sacarme el jabón ecológico anti arrugas, a base de melocotones ácidos, que tanto me recomendó Palmira.
El resto de la mañana se me pasó buscando el maldito París Match, vestido a medias y con hambre. A eso de las tres de la tarde lo encontré entre dos camisetas que ya no uso y que un día de estos voy a tirar, pero no sé cuando porque en las noches de mucho frío me las pongo igual. Como tenía mucha hambre y nada que comer abrí una de las botellas de grapa que compré el otro día contrariando a Palmira que me dijo muy enojada:
- ¡Si se pone a beber sólo don Benny, se va convertir en alcohólico!
- Entonces vaya a visitarme Palmirita y la beberemos juntos.
La cajera me miró con tristeza y no dijo nada. No sé si hablaba en serio, pero la juventud de la morocha me daba miedo y no me atrevía a decirle que aceptaba, pero hay veces que pienso que solo son juegos de palabras. Además si se instala en casa, me va cambiar todo de lugar, instaurando un orden colombiano y mujeril, que no entenderé jamás y perderé libros y calcetines en la aventura.
Me serví un gran vaso de grapa para olvidarme de Palmira, al menos por un rato y comencé la lectura sobre Louis Armstrong y su muerte, a pesar del jugo de testículos y de las manipulaciones intestinales, pero esta vez escuchando “Tiger Rag”. En realidad todos los que se habían inyectado el jugo aquel, estaban enterrados hacia años, y los médicos suizos que se habían enriquecidos con las inyecciones estaban enterrados también..
Como no quedé conforme con la lectura, busqué en la Británica la historia del músico, pero no había nada de las manipulaciones médicas. Después cogí el tomo ocho y me entretuve releyendo la vida del viejo Henry Miller, a quién visité en Nueva York algunos años antes de su muerte. El escritor me mostró con orgullo las cartas de su correspondencia con Anaïs Nin. Después de leer algunas, y aprovechando que Miller miraba por la ventana a unos negros que jugaban baloncesto en la plaza enrejada de la esquina, le sustraje la carta donde Anaïs hablaba de sus amores incestuosos con su padre y que es la carta que tengo enmarcada en la salita al lado de la magnífica foto de Marilyn Miller, esa desconocida actriz de comedia musical del Broadway de los años 20 y que se veía tan hermosa en Sunny and Sally.
El final del día se me pasó tomando grapa con hielo, releyendo el artículo sobre la vida del trompetista, la muerte del escritor y la carta de la descarada Anaïs, claro que para matizar la lectura efectuaba algunas comprobaciones en la Británica. Estaba oscuro ya cuando me fui a dormir titubeando para no caer.
El visitante que me había dejado encerrado y que se había bebido mi café, parece que también se había llevado mi camisa verde botella, la más hermosa que tengo, me ha dicho Palmira. A pesar de que todavía estaba muy mareado por tanta lectura, debía irme de compras pues no tenía ni comida ni grapa. Saqué la copia de la llave que guardo detrás de la carta enmarcada y abrí la puerta.
El vecino se extraño al verme salir de casa.
- ¡Oh me estoy volviendo loco o qué! Me parece que usted salió hace cinco minutos y no lo he visto entrar. ¿Como lo hizo?
- Debe de estarlo, pues acabo de levantarme y recién salgo - le respondí con una voz aguardentosa que lo hizo retroceder.
Dejé al vecino ensimismado en su perturbación y me dirigí rápidamente al supermercado. Llevaba casi tres días sin comer. Mirando a través de la vitrina del almacén, lo primero que llamó fuertemente mi atención fue el reflejo de mi propio cuerpo y de mi camisa verde botella, luego mirando hacia adentro pude observar a un tipo que usaba una camisa igual a la mía, conversando con la colombiana. Hasta se me parecía un poco. Mirando con más atención lo encontré casi idéntico a mí. Di la vuelta a la esquina casi corriendo, deseaba enfrentar al tipo que ya iba saliendo con sus bolsas de comida; jadeando con desesperación, llegué a la caja de Palmira, ella se asustó al verme y casi gritando exclamó:
-¡Pero acaso usted no acaba de salir don Benny!
- No Palmira, no era yo, es otro, es otro - dije con voz entrecortada mientras caminaba velozmente, porque ya no podía correr. De nuevo en la calle observé las espaldas color verde botella que se alejaban, el tipo iba caminando con apuro. Tan apurado iba que no respetó la luz roja y no vio el enorme camión que lo lanzó contra el muro del café del irlandés O’Casey al del otro lado de la calle. Cuando llegué a su lado, observé su cadáver quebrado, mi camisa verde botella manchada de rojo y su cara, donde se encontraba la mía. Respiré hondo y me di vuelta en dirección al supermercado. Ya no tenía hambre, solo sed. El cuerpo me pedía un vaso de grapa con urgencia.
Compraré algunas latas de ravioles y algunas botellas de licor. De regreso a casa caminaré por otras calles. Con sumo cuidado esperaré la luz verde antes de cruzar y me alejaré de los camiones. Si tengo suerte, puede que alcance a volver a mi orden cerrado pero seguro de escritor algo ladrón. Tengo que colocar la Británica en el armario y los discos de Louis Satchmo en su lugar, detrás de las revistas de cuentos góticos. Debo dejar todo en su lugar antes que mis hijos vengan a repartirse mis cosas.
Bruselas, Abril del 2004



Publicado en:
a) Antología “Homenaje a Julio Cortazar, Cronopio Mayor”.Mayo 2004
b) Revista virtual “Isla Negra” N° 2/48, septiembre 2005
c) Revista Virtual “Destiempos” N°12, México, enero 2008

Un texto del Taller

PASAMONTES


Parada en la esquina de la estación, resguardándome del frío y del viento, veo partir como una exhalación el moderno tren de alta velocidad que me ha depositado allí, el tren que tanto ha cambiado la vida de los habitantes de Pasamontes.
Voy caminando hacia el viejo puente ferroviario y me llaman la atención las frías y modernas construcciones de vidrio y metal, que se han ido amontonando a lo largo de su recorrido en estos últimos años en honor a San Tren, y que desentonan con las casitas blancas donde viven los gitanos de mi pueblo y que parecen hincadas en los cerros de dos de las montañas que rodean Pasamontes : Santa Ana y San Esteban.
Por fin llego al viejo puente totalmente remozado que se dibuja como una mueca en el centro de la colina como una sonrisa irónica.
En lo alto de la colina sigue inconmovible desde los años ‘80 el inerte, enorme y cubista monumento al minero, Pasamontes reivindica su origen de pueblo minero y hace unos años recuperó una antigua torrecilla de una mina para instalarla en la entrada del pueblo. Ciertos extranjeros que atraviesan el puente férreo en el AVE (tren de alta velocidad que va de Madrid a Sevilla) al ver el imponente monumento al minero se santiguan pensando que es un santo.
Al cruzar el puente, me tranquiliza comprobar que aún no han derribado todo el pueblo, que todavía quedan algunas referencias de mi infancia : las estrechas y sinuosas calles empedradas, que conducen hacia la ermita, tapizadas de casas pintadas de blanco y añil (azul manchego lo llaman también), de las que sobresalen algunas palmeras centenarias plantadas en medio de sus patios cubiertos de azulejos.
Sale a mi paso mi antiguo colegio y me invade un olor a goma de borrar, a las tortas tostadas del recreo, a caña de azúcar y a gusanos de seda.
Hace rato que está lloviendo, cosa rara en la Mancha, me veo reflejada en los charcos y no me reconozco. La niña de coletas y uniforme azul sigue vagando entre las higueras, palmeras y pinos del parque, me voy silenciosamente para no molestarla, se la ve tan feliz....

Nuria Martínez

Un concierto muy particular!

Les gustó? Pensamos invitar a este genio a la próxima soiré de La Higuera, presentación a confirmar!

Otro cuento de Homenaje a Cortázar

EL ASCENSOR

El despertador atronó en la habitación. Mario lo apagó de un golpe seco. Entreabrió su párpado derecho; entre las cortinas no se filtraba más luz que la del alumbrado eléctrico de la calle. El desánimo le invadió: “¿cuándo terminará el invierno?”
Al cabo de un minuto, y habiendo hecho acopio de fuerzas, Mario se levantó. Mecánicamente, fue representando los actos de su inalterable rutina diaria: afeitado, ducha, secado y peinado, boletín de las 7 en Radio Nacional, loción, colonia, camisa, traje, corbata, dos panecillos integrales, café instantáneo preparado con leche fría, portafolios, llaves, puerta, rellano, de nuevo llaves, botón de llamada del ascensor…
El ascensor. La tarde anterior no funcionaba, y había tenido que subir a pie. Se había consolado pensando que, al fin y al cabo, un tercer piso no requería tanto esfuerzo. A la altura del primero, había oído voces y golpes detrás de la puerta. “Operarios que estarán arreglándolo”, había pensado. No le había extrañado encontrar el elevador estropeado; a pesar de ser nuevo, su mecanismo se estropeaba con frecuencia. En cambio, la rapidez con la que el servicio técnico había acudido a repararlo sí le había sorprendido. Tanta premura era mucho menos habitual que las averías.
Sea como fuere, en aquella mañana invernal las puertas del ascensor se le abrieron a Mario con toda normalidad. Como todos los días, pudo escuchar el roce de las puertas correderas contra el marco metálico del hueco del ascensor. Desde el mismo momento en que vino a mudarse a la que era ya su casa, ese chirrido grave y prolongado representaba para Mario la frontera entre su mundo privado, seguro y ordenado, y la batalla desesperada con su vida profesional. Funcionario de un servicio crónicamente falto de personal, Mario vivía su jornada laboral más del modo en que un común mortal acometería los trabajos de Hércules, que como el dolce far niente del arquetípico empleado público, ocioso y haragán.
Entró en el ascensor y se sorprendió al ver su imagen reflejada en un espejo. Ese espejo no estaba allí el día anterior. Cubría todo el fondo del ascensor, desde la altura de sus rodillas hasta el techo, dejando un borde de apenas dos centímetros a su izquierda y derecha. El espejo había sido instalado sobre el revestimiento interno del elevador, fabricado con placas de falsísima madera de un aún más falso color cerezo. Estos eran pues el material y el color de los bordes laterales del espejo.
Mario advirtió rápidamente más cambios: en las paredes derecha e izquierda del ascensor, también habían sido instalados sendos espejos, iguales al que ocultaba el panel del fondo. Miró su reflejo en los dos espejos laterales: primero un perfil, luego su cara de frente, después, al darse la vuelta hacia el otro espejo, su otro perfil, y, finalmente, de nuevo su rostro, que le devolvía una asombrada mirada. La situación justificaba la sorpresa: por efecto del reflejo mutuo de cada espejo en su opuesto, su imagen se repetía una y otra vez en una infinita curva alargada hacia un invisible final.
El ruido que hicieron las puertas al cerrarse le recordó que debía pulsar el botón correspondiente a la planta baja. Al girarse hacia un lado para hacerlo, descubrió que los dos paneles de la puerta lucían, cada uno, su respectivo espejo. Los dos vidrios formaban uno al unirse en el centro sin apenas resquicio entre ambos.
El ascensor comenzó a descender. Mario miraba divertido su figura infinitamente repetida hacia los cuatro puntos cardinales. Agitó su mano, y cientos de Marios le devolvieron el saludo: enfrente, a su izquierda, a su derecha, y adivinaba que lo mismo ocurría a sus espaldas. Se aproximó entonces al espejo de su izquierda, se sonrió a sí mismo y a sus dobles, mientras acercaba su cara al cristal, ladeándola un poco. Quería verla al mismo tiempo en dos espejos desde poca distancia.
Sintió un pequeño escalofrío, una fracción de segundo de vacío, y volvió a encontrarse en el ascensor, rodeado de espejos. Delante de él, su multiplicado reflejo tenía un aire algo aturdido. Lo mismo ocurría a los lados con sus perfiles. Detrás de él… Mario se volvió hacia atrás y se vio a si mismo con la cara pegada al cristal, esquinada, mirando a la vez al vidrio que los separaba y, de reojo, al de su izquierda. Su reflejo estaba inmóvil, no seguía sus movimientos. Se asustó. Sopló una brisa fresca, y fluyó un olor de juventud, el del césped recién cortado en el patio de de su colegio. Se sintió invadido por un súbito sentimiento de euforia, matizado por una pizca de melancolía. Abrumado por la avalancha de inesperadas sensaciones, y queriendo huir de ese reflejo que ya no era el suyo, dio un paso atrás. Topó con el espejo que estaba a sus espaldas. Con un ligero estremecimiento, volvió a traspasar la breve nada, y se halló en el ascensor.
Se tocó, se confirmó entero y real. En el espejo que quedaba frente a él, su propia imagen le volvía la espalda, apoyada contra el cristal que les separaba. Mario se giró rápidamente para mirarse en otro espejo. Se encontró con su propia cara, mil veces desgatada por la ambición: arrugas más que precoces en el rostro, pelo cano pero amarillento, bolsas bajo los párpados. Se supo egoísta. Sintió la mezquindad adherida a su piel, como una gruesa protección contra los sentimientos ajenos. Cientos de miradas que él entendió justas le laceraban sin piedad. Desbordado por el horror, dio un paso al frente. A través del vacío, apareció en el ascensor. Seguía bajando.
Abrió los ojos poco a poco, y vio como sus infinitos reflejos abrían los suyos con él. Ellos estaban tranquilos, quizás más de lo que él mismo lo estaba. Le sonreían, Mario estaba enamorado. Dedicación y entrega inabarcables adormecieron sus sentidos. Fue la felicidad. Mario no se movía, no quería romper el encantamiento. De pronto un golpe, una pérdida, y un gesto de dolor reflejado infinitas veces. Por último, la humillación. Mario necesitaba escapar del dolor, del más grande dolor que nunca sintiera, de esa evocación que ahora veía mil veces repetida, de frente, de perfil, de espaldas, como la seguía viviendo día tras día. Saltó hacia delante.
Sus multiplicados reflejos le recibieron esta vez con los ojos bien abiertos, respirando agitadamente. Poco a poco, Mario se fue sosegando, y con él, sus otros. Pero la tregua fue corta, pronto se encontró hundido en la duda, corroído por la indecisión. En el espejo, los músculos de su cuello se tensaron, y rictus apenas perceptibles fueron marcando su semblante con el rastro de obsesiones nunca del todo dormidas. El tormento de la vacilación no tenía piedad. Nuevamente, intentó la huída hacia delante.
Mario volvió a sentirse ingrávido por un instante. El ascensor fue atenuando su descenso. Ninguna sensación. Mario, sin acabar de creerlo, se miró en el espejo del fondo. Vio una línea interminable de hombres bien peinados, con la corbata perfectamente anudada, apenas una mota de caspa en el hombro. Rostros algo extrañados por lo vivido, pero listos para enfrenarse al día que comenzaba.
El elevador se detuvo. Mario se impacientaba. Oyó como las puertas comenzaron a abrirse a sus espaldas. Empezó a darse la vuelta para salir. A medio movimiento, su mirada pasó por el espejo lateral. Allí, sus reflejos, sus infinitos dobles, arrancaban el paso y, con toda naturalidad, salieron por las puertas de sus ascensores. Presa del pánico, Mario se apresuró a terminar su giro. Las puertas del ascensor estaban cerradas.
José Alegre Seoane