viernes, 29 de mayo de 2009

Otro cuento finalista del concurso de la Casa Latinoamericana, 2006.

ELISEO

–Así que usté señorita quiere saber de mi vida, quiere que le cuente por qué no tengo brazo ni pierna derecha. Bueno, si es su voluntá, lo haré, pero no para que me compadezca. No vaya a salirme después con que hay unos trasplantes y que ésta u otra organización de caridad me pueden ayudar. ¡No!, déjeme solito. Yo así, como me ve, cojo y manco, puedo mandarle platita a mi mamá todos los meses. Entonces, si me quiere oír, mejor nos sentamos en ese bar de enfrente porque estoy cansado de afirmarme en la pared.
Elena, y Eliseo entraron en el bar “El Almendro” Ella se sentó rápido en la primera mesa desocupada, nerviosa a causa de los saltos de gorrión de Eliseo, que venía más atrás. No podía comprender cómo ese hombre no se caía sin muletas. Lo había visto correr en una pierna, la izquierda, por las calles de la ciudad, infinidad de veces. Curiosa lo empezó a perseguir, primero en su coche, pero era difícil, porque él, más rápido, se perdía por los laberintos de calles y pasajes o se devolvía de repente, dejándola paralizada y sin saber qué hacer entre los bocinazos e improperios de los conductores. Cambió de táctica y decidió seguirlo a pie, pero tampoco le resultó, él corría, corría siempre, y ella, se sentía estúpida persiguiéndolo. Le indignaban las carcajadas de los oficinistas que sin saber de su insólita investigación, se deleitaban, mirándola pasar como una marioneta sin rumbo.
Elena se había recibido de periodista hacía poco. No tenía trabajo, pero sí mucha curiosidad, dinero y bastante tiempo.
–Fue, ya hace años, señorita, pa’l ,Golpe de los milicos, el año 73, empezó Eliseo su relato, mirando con un poco de recelo a la muchacha. Le iba a dar en el gusto, más que todo para sacársela de encima. Ya estaba aburrido. La chica lo llevaba siguiendo más de un mes y no quería que esa rubia impertinente le entorpeciera sus ocupaciones privadas ni su trabajito cotidiano que le permitía comer y a veces hasta tomarse unos vinitos. Cuando la veía aparecer, reflejada en las vitrinas unos metros atrás, se ponía a correr más rápido hasta perderla de vista. Así podía descansar un rato, apoyándose en algún poste de luz. Desde allí silbaba a los muchachos de su banda, que no andaban lejos, corrían hasta el metro más cercano; los peatones sorprendidos lo dejaban pasar, él se equilibraba en una pierna para atraer la atención mientras sus amigos, aprovechándose del tumulto y de la distracción de la gente, cartereaban a diestra y siniestra algunos metros atrás.
–Como le digo, señorita, –volvió Eliseo a repetir– fue pa´l Golpe. Nosotros éramos cabros de población. Yo vivía en la Caro. Éramos jóvenes, un poco “patos malos”, pero ni tanto tampoco. Andábamos en robos menores. Recién aprendiendo. Mi hermano, el Juancho, ése no, ése era político, era de la Jota ¿Sabe lo que es la Jota ? Ella negó con un movimiento de cabeza y, avergonzada alisó su pelo largo rubio.
–Son las juventudes comunistas, ¡pu! –aclaró, Eliseo, algo fastidiado. El Juancho pasaba en reuniones del partido y me andaba convenciendo con eso del poder pa’l pueblo y la revolución con empanadas y vino tinto pero nosotros, los patos, no estábamos ni ahí con la política.
Habían pasado ya unos días del Pronunciamiento Militar, como decían ellos, cuando llegaron los milicos a la población, ¡eran tantos! Parecía que la guerra se había trasladado hasta allí. El barrio se llenó de gorras verdes y mientras un milico daba órdenes por los altoparlantes, los otros se metían a las casas y a bayoneta sacaban a todos los hombres, como de 14 años p’ arriba... La angustiosa voz de Eliseo subía de tono más y más.
-El alboroto era terrible, los niños lloraban, las madres gritaban, los soldados largaban tiros al aire y afinaban la puntería matando a los perros que se les ocurría ladrar. Nos juntaron a todos en la cancha de fútbol. Éramos como 200. Entre alaridos, insultos y golpes nos subieron a unos buses, y apiñados como animales nos sacaron de allí. Creo que mi madre en su llanto impotente, no reconoció mi mano cuando yo le dije adiós.
Elena, impresionada, se tomó la cabeza con las dos manos, mirándolo con ojos desorbitados.
―¡Puchas! No se ponga así señorita. Entonces no le cuento más. Si esto es el principio nomás. Pero usté es jovencita. ¿Es que nunca ha escuchado nada de lo que pasó en su propio país? -Elena se avergonzó de su ignorancia. Con una sonrisa le pidió que continuara, ofreciéndole otra tacita de café.
-Un vinito, mejor, le sugirió él.
La joven hizo una seña y el camarero se acercó.
-Un vino, para el señor.
–¿Tinto o blanco? –le preguntó–
-Para mí un tintito de la casa nomás. Y, enfrascado en sus recuerdos, perdiéndose en el tiempo, prosiguió.
–A empujones nos metieron por un portón grande, una de las entradas del Estadio Nacional, recibimos la orden de tirarnos al suelo con las manos en la nuca y sin chistar. Llegó un sargento que nos obligó a ponernos de pie, entraron como diez conscriptos del servicio militar y nos agarraron a culatazos y a patadas con el afán de asustarnos y de hacernos hablar. Escuchábamos allá dentro los chillidos de dolor. Yo me arrimaba al Juancho que tiritaba tanto como yo. Me pusieron una metralleta en las costillas y me empujaron hasta una sala repleta de hombres desnudos con caras de terror. En cuanto aparecí en la puerta, el sargento me indicó con el dedo y me preguntó:
–¿Conocís tú al Juancho López? ¡Dime altiro dónde está! –No sacaba na con negarlo, aunque me sentí Caín. Cuando el Juancho apareció en la puerta, ya venía sangrando por la nariz. El sargento lo recibió con un puñetazo que lo hizo doblarse en dos.
-¿Así que tú eres el gallito de la UP? ¿Dónde están tus dirigentes? Te dejaron solo, los mariconcitos, ¿verdad? ¿Quién te mandaba? ¡Habla de una vez!
-Silencio... ! El Juancho estaba mudo. (y pa’mi que era el susto que no lo dejaba hablar).
-¡Mejor que cantís de una vez, huevón!. ¡Que si no te va a ir mal -le dijo el milico, pero mi hermano continuaba sin hablar. Y..., me agarraron a mí. El Juancho abrió ojos de espanto, cuando el sargento con la bayoneta me tajeó la pierna y el brazo sin ninguna piedad, pero tampoco dijo nada. Estaba como lelo. No le salía ni un sonido. Entonces el sargento con furia, lo cacheteó una y otra vez.
-¡Ya vis, huevón! !Preferís callarte por un traidor! ¡Llévenselo!
Yo me desangraba en el suelo y con la vista empañada ante esa visión de infierno, vi pasar a mi hermano por última vez. Unos días más tarde, mi madre lo encontró en la morgue con el número 523.
A mí me arrojaron en una celda inmunda y, cuando se dieron cuenta que estaba casi muerto y me empezaba a pudrir, me fueron a tirar desde un vehículo en marcha en un basural cerca de mi población.
Y así, como si todos los demonios del recuerdo se le aparecieran otra vez, detuvo de repente su narración.
–Ahora ya lo sabe, señorita –le dijo– y le pido que no me siga más.
Con un caballeroso gesto le tendió la mano izquierda, dio un salto para ponerse de pie y salió del bar corriendo, sin mirar hacia atrás.

MARÍA CECILIA COLL (chilena)

finalista



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