lunes, 18 de mayo de 2009

Tococuentos III, "La casa vieja y azul" de Verónica Poblete, fue seleccionada y publicada





LA CASA VIEJA Y AZUL


dedicado a mi amiga Ana Fernández




Desde el día de la partida de mi madre mi lugar fue la casa grande. Subir la escalera era mi fascinación; quizás porque estaba prohibido hacerlo. Yo la encontraba bonita, su tersura era de terciopelo, era vieja pero me gustaba sentarme allí hasta el tercer peldaño...En ese lugar pasaban horas, de mi pobre infancia, haciendo nada... La curiosidad y yo crecimos juntas, fue así que poco a poco, escalando la escalera descubrí que los hoyos de las calaminas del piso bajo de la casa eran más grandes que el techo entero... Por allí deambulaban los gatos que dejaban sus excrementos emblanquecidos por el sol y la sal del mar. La casa era un inmenso caserón, seguramente construido para albergar a una gran familia, pero desprovisto de toda comodidad; no había agua corriente ni electricidad. Tenía dos terrazas, una que daba a la calle y la otra al patio. Las paredes exteriores azules y descascaradas, se habían convertido en muros llenos de bolitas de pintura seca por acción del tiempo y la sequía. Mi familia no tenía acceso a los altos de la casa, allí vivían otras personas, generalmente solas, gente que ocupaba cada una, una habitación. El patio era grande, y en el fondo, estaba la letrina que utilizaban todos. Los únicos adornos del patio eran los palos que levantaban los cordeles donde se colgaba la ropa y un tambor donde mi abuelita hervía las sábanas blancas que después almidonaba. En el patio, donde estaba nuestra cocina, también se encontraba el gallinero que nos proveía, cada día, de huevos frescos que nosotros comíamos. Sólo en las grandes ocasiones, mi abuela cocinaba las gallinas. En la cocina nos alumbrábamos con un “chonchon” que dejaba las narices negras y en el dormitorio con una vela que le daba a la habitación un aspecto tenebroso, creando sombras inmensas que transformaban los objetos en fantasmas. Era el tiempo de "la viuda" y del "descabezado", de todas esas historias que contaban los adultos... En los altos vivía don Carlos Díaz, hombre inválido, que subía las escaleras de espaldas, apoyándose en sus brazos de atleta que reemplazaban sus piernas. Él vivía solo y a veces se emborrachaba y combinaba vino con canciones alusivas a la pérdida de sus piernas. Yo reía, como todo el mundo que lo escuchaba, pero sin alcanzar a comprender el gran dolor que se desprendía de su canto. Don Carlos era mi amigo y nos encontrábamos en la escalera, mi lugar favorito... Siempre haciendo bromas que me asustaban, como cuando pretendía que vendrían los muertos a buscar las piedras que yo traía del cementerio para jugar a la "payaya". Pero me hacía reír también cuando le llevaba la "vianda" de la casa de doña Pabla y él decía: " muchas papas y carne na...", refiriéndose a la pobreza de la comida. Otra persona que vivía en los altos era doña María, una anciana sin historia. También recuerdo a Santiago Olivares, apodado "Mandaligua", era un personaje solitario y enemigo de mi abuela porque él era hincha de "la U de Chile" y mi abuelita una fanática de “Colo-Colo”; todas las semanas discutían de fútbol basándose en la información que leían en la revista "Vea". En la planta baja vivían otras familias, como por ejemplo la señora María y sus dos hijas: Inés y Elba; allí aprendí a tomar mate y comer queso de cabra asado en el brasero que calentaba la pieza. Recuerdo también a don Victor, que traía el agua para llenar los tambores y a quién todos apodaban " el hombre de la aguada", apodo que se transformaba en " el hombre de la huasca", cuando por las tardes cambiaba de oficio cuidando la plaza Condell. Han pasado muchos años desde esos tiempos, las personas que un día habitamos la casa, no sé si aún viven; de mi familia quedamos: una tía, yo y la memoria de la casa. Durante años he tenido la inquietud y la esperanza de encontrar uno de aquellos habitantes, para hablar de todo o de nada, para recordar los vecinos, los almacenes, nuestro club deportivo y los terrales que servían de canchas. Para evocar nuestras reinas de la primavera...¡ Qué tiempos aquellos, qué alegría! Los Cadaviecos, tan serios y a la vez tan entusiastas, parece que es hoy que los veo saltando en las comparsas apoyando a nuestras chiquillas: la Chechita, la Nena Quezada, la Rosa Cisterna y tantas otras..., y qué no decir de Archi y la Nely de Chocho, la Ana Valenzuela, a su hermano el Lucho, a la familia Montes y a mi querido y gran amigo el Choche Montez, a los Aceites y a tantos otros que aún viven en mi memoria. En un viaje que hice a Tocopilla, después de mucho tiempo, con mi hijo, le pedí a un taxista: " Lléveme a la Colonia". –“ A la Termoeléctrica, querrá decir", me respondió. El taxista nos llevó a un descampado negro; esa era la Colonia, la Villa Esmeralda: mi barrio. Allí no queda nada, todo se derrumbó en nombre del progreso. No pude dejar de pensar: "qué sabrá este joven de Pancho Milo, de Toribio, de Catrileo, de Solís, de mi querida amiga Rosa Herminia Narea... ¡Mierda de progreso!” Allí no queda nada...¿Seré yo un alma en pena o un árbol sin raíz, junto a los otros habitantes?, me pregunté. Dios me de fuerzas para escribir esto y algo más, para que los niños de ahora sepan que una vez existió un barrio, que lo llamaban "La Colonia", y una casa vieja y azul que tenía un alma.




VERONICA POBLETE RODRIGUEZ

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