lunes, 30 de marzo de 2009

Tres cuentos finalistas del concurso de la Casa Latinoamericana 2006

LA INMORTAL



La mujer de la sonrisa etrusca se despereza, se vuelve y observa el rostro satisfecho y burlón de su marido, perennizado por el escultor con humor y con destreza.

Se endereza, baja las piernas del lecho de mármol y de un salto, ágil para sus dos mil años, desciende del pedestal, cae sobre los delicados mosaicos dorados y recorre descalza su templo, hoy subterráneo.

Como en cada despertar se estremece al recordar los alaridos de su pueblo que no logró escapar de la fangosa lengua calcinadora.

Desde su templo, en la cima de la colina, recostada en su codo izquierdo, vio nuevamente a Pompeya asfixiarse con azufre, sumergirse bajo las pastosas olas de fuego y barro, vio la lluvia de cenizas ennegrecer las estrellas y oyó el ronco siseo de la lava entrando al mar.

Sabe con certeza que nadie se salvó. Murieron con entereza las fervorosas sacerdotisas a quienes habría investido de inmortalidad en el solsticio.

Contempla la cuantiosa riqueza que la rodea y bosteza. Está sola, se siente sola, se sabe sola.

El arqueólogo la mira con admiración y con su cincel, rompe su soledad para siempre.


MARÍA YOLANDA SALA BÁEZ (peruana)


ULTIMA VISITA



El sábado, Ismael y Genaro, llegaron con el coche funerario; era tarde, el pueblo estaba recogido. Se dirigieron a la casa parroquial. Venían a cumplir la última voluntad de su padre: ser enterrado en su pueblo natal. Al otro día sería el funeral, a eso de las doce, después del mercado.

El domingo los marchantes se levantaron muy temprano y el pueblo se reunió como de costumbre en la plaza. Todos comentaban la llegada de Don Avelino: hacía más de medio siglo que no había regresado a visitar a sus compadres caqueceños. Se afirmaba que esa noche había estado en el granero con Zenaida y Zoila, sus primas, que después había ido a casa de Don Indalecio, su compadre de juventud, y hasta había brindado con guarapo en la fiesta de la boda de Berta, la hija de su cuñada. Se murmuraba también que en la madrugada le habían visto desayunar con caldo de papas en uno de los toldos de la plaza, mientras, contemplaba los campesinos que bajaban de la loma con sus mulas cargadas de maíz y albahaca, como recordando aquella época de su vida.

Era medio día, las campanas dominicales anunciaba la misa de difuntos y los feligreses se acercaban a la iglesia. En la cinta morada del carro funerario se leía: Avelino Céspedes Quevedo. Los hijos habían cumplido su última voluntad.


MARTHA ROZO HERNÁNDEZ (colombiana)
SUIPACHA 211



Nuestro programa de viaje se vio alterado por la poca oferta y gran demanda de pasajes. El “buque-bus” que nos llevaría a la República Oriental estaba completo el día y la hora calculada, y la partida se retrasó dos días. Cuarenta y ocho horas en las que teníamos que adelantar algunas actividades y posponer otras. Lo primero que debíamos asegurar era la prolongación de nuestra estadía en el hotel, en el que nos sentíamos tan a gusto.

Al llegar a nuestra habitación nos sorprendió el parpadeo de aquel botoncito rojo al lado superior derecho del teléfono. Nos miramos desconcertados a la vez que nos dirigíamos, en la oscuridad, sin reparar que la luz de la habitación todavía estaba apagada y dándonos empellones al borde de la cama llegamos al teléfono, como hipnotizados a descubrir el mensaje. Intercambiamos miradas y fui yo quien primero llegó a presionar el botón, apagando automáticamente su color carmín.

-Hola, soy Sarita, estoy en La Cumbre. Llámame al 211 – 30 – 211.

Nos preguntamos perplejos, cómo sabía que estábamos allí. Era muy tarde para comunicarnos con ella.

-Ya estará descansando, nos dijimos.

Al día siguiente a la hora oportuna, marqué el número y después de una larga espera, escuché su voz que me fue difícil reconocer por el paso del tiempo.

-Mi hermana murió y hace ocho meses me trajeron aquí. Nuestro piso, el de Suipacha 211, N°17 H está alquilado. ¿Recuerdas cuando hace ya más de veinte años nos juntamos allí? -inquirió Sarita.

La conversación continuó amigablemente pero con ciertos vacíos. Será su edad avanzada, me dije.

Al bajar a la recepción nos acordamos que debíamos permanecer todavía unos días más y solicitamos prolongar nuestra reserva.

-No es posible, nos dijeron. El hotel está a tope.

Recibimos la frase con tristeza y preocupación ya que nos complacía enormemente.

-Pero, los podemos alojar en otra propiedad nuestra en esta misma calle, e incluso a menor precio. -añadió el amable empleado. Asentimos, aliviados.

Con la ayuda del botones trasladamos nuestro equipaje un par de metros calle arriba y al llegar, vi a Pedro, el portero congelado en el tiempo, que nos abría la puerta invitándonos a entrar.

-¿Cómo ha estado? , me dijo. Hace unas semanas que no la veo, añadió.

Atónita y sin expresión alguna, me dirigí al ascensor y presioné el piso 17 del lado izquierdo, como si se tratara de un acto rutinario. Vamos, entra, le dije a mi marido.

Él tardó en abrir la puerta y una vez dentro, vimos la mesa; Sarita nos había dejado la cena servida, todavía humeaba.

LOURDES COSTA (peruana)

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