sábado, 21 de marzo de 2009

Cuento publicado por ARTEMISA asbl

Comportamiento en velatorios

Los velorios en el Perú siguen normas sociales tajantes: los ricos no lloran. Los barbitúricos mantienen ecuánime a la atribulada viuda para no arriesgar sus costosas cirugías estéticas. Se mantiene erguida, como flotando en una nube de lejano pundonor. Los hijos se secan avergonzados alguna furtiva lágrima y procuran hablar de autos, de negocios, de notarios. Si es verano no transpiran, si es invierno no se les mueve un solo cabello. Visten impecablemente elegantes y hablan en decibeles bajos con el aterciopelado don de mando privativo de los barrios llenos de piscinas y vigilantes armados.
La viuda de clase media viste de negro. Digna y sosegada a punta de pastillas, contiene su agonía en público, mientras se encuentra rodeada de aquellos que asisten solamente por cumplir con sus deberes sociales. Cuando los visitantes protocolarios se van, después de haber tomado debida nota del valor de los arreglos florales, los familiares por fin se acercan al difunto, lo tocan, lo besan, le hablan, se despiden, rezan por él, le dicen todo lo bello que no se atrevieron a confesarle en vida, cuando lo habría apreciado. Le acomodan las heladas manos artificialmente, en actitud de oración, lo besan antes que los empleados de la funeraria sellen el ataúd y luego se desesperan con los detestables mosquitos que nadie sabe cómo logran infiltrarse en el féretro.
Los pobres en un velatorio lloran sin pudor alguno: a grito pelado; las mujeres lanzan quejidos dolorosos, se sacuden de pena, las lágrimas lavan sus desconsolados corazones, sus trajes negros brillan de tanto uso en innumerables velorios y sus medias negras, zurcidas con decoro, se sujetan con antiguas ligas en las corvas gruesas llenas de várices. El pésame va acompañado de un morboso canje de lágrimas mientras manos callosas acarician rostros desfigurados por el dolor y se enfrentan semblantes desencajados por la pena más pura. Son infaltables los desmayos y los gritos angustiados que preguntan ¿¡por qué!?

Llevaban pocos meses viviendo en Flandes cuando tuvieron que ir a un velorio y se preguntaban si las normas sociales en estos tristes eventos serían parecidas a las del Perú. Había fallecido el padrino de su marido belga y aunque la peruana y su hija sabían que el finado se llamaba Robert, del apellido sólo recordaban que exigía sonidos guturales e impronunciables.
El velatorio se celebraba silenciosamente en un fino local dedicado a este propósito y convenientemente situado frente a la iglesia. Preguntaron al empleado del edificio por el velatorio del señor Robert.
Nunca imaginaron que el nombre fuera tan común y las coincidencias tan formidables. Terminaba el otoño y los viejitos son sus víctimas obligadas. De los 8 velatorios que se celebraban ese día en ese edificio entre las 18:00 y las 20:00 horas (hora exacta), 5 eran de ancianos caballeros flamencos llamados Robert.
Agravaba esta situación el hecho de que la viuda que ellas conocían no se hallaría presente por órdenes del doctor. Sin embargo sabían que a Robert lo acompañarían su nuera y sus nietos a quienes ellas nunca habían visto.
La peruana y su hija, una adolescente típicamente latinoamericana, se armaron de valor y entraron a la primera sala. Compungidas y ceremoniosas, saludaron en inglés a los deudos belgas que las miraron extrañados. Se acercaron al féretro donde yacía un caballero calvo, narigón y azulado. Por encima del ataúd intercambiaron miradas sorprendidas; en español se dijeron: “No, éste no es”, y se retiraron lo más discreta y educadamente posible.
El empleado del local las condujo por el pasillo a otra sala donde dos viejitas muy solemnes se hallaban sentadas a ambos lados de una camilla donde reposaba un gordito incoloro parecido a Papa Noel. Tras expresar sus condolencias las peruanas sacudieron la cabeza apesadumbradas y dijeron: “No, éste tampoco es” y salieron suavemente, dejando severamente estupefactas a las ancianas flamencas.
Obstinadas continuaron con su recorrido y en cada caso estrecharon la mano de los desconocidos parientes, se acercaron cautelosas al cadáver del Robert de turno, afligidas admitieron “No, éste tampoco es” y se alejaron, sumiendo a los deudos en un mar de interrogantes:
 Pero ¿¡quiénes son estas mujeres!? ¿Qué relación puede haber habido entre nuestro Robert y estas latinas? ¿Y la jovencita? ¿Será fruto de una relación clandestina de nuestro difunto?

Ajenas al terremoto de sospechas que iban provocando con sus breves visitas, ellas prosiguieron tenaces su pesquisa hasta que dieron con el padrino Robert. Lamentablemente, como sus nietos tampoco las conocían, los dejaron igualmente perplejos y les sembraron la misma incertidumbre.

En cambio ellas se fueron a casa satisfechas de haber visto cómo eran los velatorios en Flandes y de haber cumplido correctamente con sus deberes sociales en su nuevo hogar.

Publicado en Bruselas por ARTEMISA asbl en el Homenaje a Julio Cortázar, Cronopio Mayor (1914-1984)

Yolanda Sala Báez
30 de marzo de 2004

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