sábado, 24 de enero de 2009

Más textos de la Antología

En los parajes de Gabriel García Márquez

ESTEBAN

Esteban, en su pueblo, era conservador de sombras. Su tarea era muy importante y reconocida, ya que las sombras eran la prueba de la existencia de los habitantes y de las cosas.

Él controlaba que cada sombra estuviera en su lugar: al amanecer, cuando los primeros rayos de sol rompían la obscuridad y formaban sombras alargadísimas; en las mañanas, después del desayuno, cuando la gente salían a trabajar y los ancianos se acomodaban en las barandas de sus casas para dar vida al pueblo; en las tardes, cuando el viento soplaba tan fuerte, que inclinaba los árboles y empujaba las nubes y en las noches de luna llena, cuando las sombras contrastaban con el azul intenso y el reflejo de los nevados.

De vez en cuando, ocurría que algunas sombras se salían de su lugar, Esteban las empujaba cuidadosamente y si eran mansas bastaba con llamarles la atención; entonces ellas regresaban a su sitio sin poner ninguna objeción.

Un día, la sombra del eucalipto más viejo se alejó varios metros. Todo el pueblo estaba alarmado, ya que el árbol perdía sus hojas con gran rapidez, tenía un aspecto lamentable. Esteban trabajó horas y horas hasta lograr que la sombra regresara a su lugar. Sin embargo, al día siguiente, la sombra había desaparecido sin dejar rastro alguno. El viejo eucalipto estaba repleto de mariposas amarillas, que con sus frágiles alas iban posándose en los otros árboles, algunas revoloteaban sobre las cabezas de los niños. Muchos pobladores lanzaban alaridos de espanto, otros gritaban: Es la peste! Ya no había remedio.

Esteban veía horrorizado cómo las sombras se sublevaban, algunos niños, los más pequeños, corrían ya sin sombra.

Él decidió huir ante su impotencia para disciplinar las sombras. Corrió a su casa, metió en su bolsa de trabajo el pan, que el día anterior no había terminado de comer, el manual de restauración de sombras, que pertenecía a la familia desde hacía doce generaciones y el pedazo de carne seca que le habían regalado por salvar al viejo eucalipto, después, salió corriendo para que ninguna mariposa se le posara. Sospechaba que cuando trabajó con el viejo árbol se había contagiado. No pasó más de una semana que su sombra comenzó a separarse y por más que le rogó, la llamó y trató de retenerla a su lado, aquella se fue sin una lágrima en los ojos.

Esteban comprendió, entonces, que su vida llegaba a su fin. Siguió caminando hasta encontrar un lugar de hierbas frescas y se echó a dormir, sobre la arena, a orillas del mar.

Elva Lúcar Arias


ESTEBAN EL DE ARÉVALO

Arévalo es internacionalmente conocido por su concurso de feos. Cada año, en abril, espeluznantes ejemplares acuden de los lugares más remotos de la comarca para competir por el título mundial que da derecho a una semana de tournée con el circo Calatrava (como figura principal, por descontado).

Esteban vivía entregado a los preparativos del evento. Año tras año se sorprendía de la suprema fealdad de los participantes. Algunos de ellos eran tan espantosos que al paso de la comitiva, las mujeres más jóvenes -inexpertas en estos menesteres- cerraban las contraventanas para no contemplar el horripilante espectáculo; algunas se desmayaban en la plaza sin poder evitar una mueca de repugnancia; otras huían despavoridas si alguno de los concursantes les preguntaban con orgullo si habían visto, antes, un feo tan feo como él.

La imparcialidad obligada de su cargo no le impedía a Esteban tener sus favoritos aunque nunca osó imponer su voluntad al jurado. En realidad aprovechaba los tres días de pruebas eliminatorias para coleccionar las muecas más inverosímiles. Al llegar a casa las ensayaba en secreto ante el espejo de su dormitorio. Ése era su verdadero tesoro que le recordaba la inmensa suerte de haber nacido con un atractivo irresistible. Ya tenía almacenadas más de trescientas sesenta y cuatro muecas pero sabía que las más codiciadas tardaría años en conseguirlas si no ampliaba horizontes.

El último concurso que presidió Esteban batió todos los récords de asistencia y, sobre todo, de juventud. Parecía que las nuevas generaciones se estaban afeando a ritmo vertiginoso.El ganador de ese año fue el hijo de Nati. Pobre Nati, le había nacido un hijo feo, feo y cabezón! Era tan feo que el doctor, al verle asomar entre las piernas de Nati, se echó para atrás, se sentó encima de la enfermera con la mirada fija en la mata de pelo del chaval y se frotó los ojos sin hacer caso de los aullidos de Nati que no veía el momento de vengarse de su marido. De vuelta a casa, Nati, paseaba a Leoncio orgullosa en su cochecito para gemelos. Cuando los vecinos se acercaban con el ánimo de hacerle carantoñas a dos hermosos bebés, se encontraban con un pequeño hombre que apenas si dejaba ver la almohadita. Cuando iba al pediatra, la sala de espera se convertía en un número circense: unas madres disimulaban sin éxito una mueca de horror; otras se reían abiertamente con un inusitado estruendo; algunas tapaban apresuradamente a sus hijos para evitar un contagio incierto y unas pocas le solían preguntar si Leoncio ya hablaba algún idioma. Aparte de estos detalles, Leoncio parecía un niño normal si olvidamos sus berrinches. Cuando tenía hambre, sus gritos despertaban a la vendedora del kiosco de la esquina; al frutero medio sordo de la plaza que siempre se olvidaba de conectar el sonotono y hasta a Afrodita, que descansaba plácidamente en una fuente neoclásica. Los vecinos presentaron una queja formal al ayuntamiento pidiendo el traslado inmediato de Nati a una vivienda de protección oficial en el desierto o, en su defecto, el suministro gratuito de tapones para los oídos durante la infancia de Leoncio. Gracias a la popularidad de Leoncio por haber sido el ganador más joven del concurso, Nati no tuvo necesidad de volver a su casa ya que Arévalo le abrió las puertas del pueblo.

La llegada al pueblo de Leoncio coincidió con un suceso terrible de penosas consecuencias. Al hacer el recuento de las muecas conseguidas en el último concurso, Esteban cometió un error que nadie le perdonaría: dejó abierto el cofre de las muecas y una ráfaga de viento las propagó por todo el pueblo. Esteban trató en vano de alcanzar algunas de las más dañinas: el mercado, la plaza, el colegio, la iglesia y el colmado se vieron invadidos por el potente aire de fealdad.

La gente no notó ningún cambio hasta que se cruzó con un espejo. No se reconocían al principio, pero tras el estupor inicial, se llevaban las manos a la cabeza y emitían gritos ensordecedores. Esteban sabía que había abierto la caja de Pandora de las pestes ya que, la fealdad no era más que el preludio de la inseguridad, de la burla y del abatimiento. Decidió esperar a medianoche y acercarse al puerto cuando la ciudad dormía un sueño que esperaban maquillador. Robó una pequeña barca y puso rumbo a lo desconocido sin apenas conocimientos marinos. Le sorprendió una violenta tormenta que lo sumió en un eterno inconsciente.

El cuerpo de Esteban fue recogido en la playa de un pueblo vecino. Las mujeres subyugadas por su belleza, lo taparon respetuosamente y lo llevaron a un elegante depósito de cadáveres. Esteban intentó levantar cabeza para protestar por semejante frío, pero se dio cuenta de que sus músculos no respondían y de que las mujeres ignoraban sus comentarios. Lo único que lamentaba era no poder dar un beso de despedida a todas aquellas bellas plañideras.

Ana García Bello

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